Zoila Cevallos |
Sentada en una banca del Parque Juan de Salinas, doña Zoila Cevallos Guayasamín, sangolquileña de 92 años, cierra sus ojos para recrear cómo se vivía esta ceremonia en el cantón.
En el mes de abril de 1930,a las 12 de la noche, del día de celebración, se escuchaba un bullicio tremendo cerca del río San Pedro, este era el sitio preferido para entrar al centro poblado. Las comunidades de Chillo Jijón, Fajardo, San Pedro de Taboada, incluso de Cotogchoa, Cashapamba y hasta de Amaguaña, se dirigieron a Sangolquí para participar del Corpus Christi, una fiesta de la iglesia católica destinada a celebrar la Eucaristía.
Tanto los caciques como los demás comuneros se enfrentaban en batalla campal para no dejarse ganar la plaza principal o la puerta de la iglesia, lugar considerado el más apetecido en esta ceremonia. Este caos se volvió más peligroso porque muchos de ellos llevaban una especie de lanzas con las que amedrentaban a los demás.
Este preámbulo de la celebración del Corpus Christi, nombre latino que traducido sería Cuerpo de Cristo,tenía ciertas características ceremoniales copiadas del mundo indígena, como el ritual ancestral que aún se lo celebra en algunas comunidades de la sierra central. Consiste en sacar todos los rencores y resentimientos con el vecino que le hubiere ofendido y cobrar esta injuria a golpes para luego, de común acuerdo, hacer las “pases” y olvidar los agravios hasta el siguiente año.
Durante la celebración del Corpus Christi, existía un prioste mayor y un segundo, quienes se encargaban de llevar el estandarte símbolo de la festividad, el cual consistía en una tela fina, en cuyo centro constaba “El Cáliz” que era de “oropel” y a los costados de este, collares de oro y otros metales preciosos.
Cuenta Doña Zoila Cevallos “mientras más pesaba este estandarte, era de mayor lucimiento del prioste. Quienes eran escogidos por el sacerdote entre los caciques de la zona, al ser reconocidos como la gente más distinguida de las comunidades indígenas. Estos personajes solían estar trajeados con una camisa, un pantalón de casimir importado, sombrero, un poncho de dos caras y caminaban descalzos”.
Detrás de los priostes llegaba un colorido ejército de personajes y grupo de danzantes que portaban en la cabeza réplicas en forma de culebras o cualquier otro animal, elaboradas en su gran mayoría con oro. Además, llevaban los instrumentos característicos como los “Pingullos” y Bombos; entonaban la melodía y ejecutaban saltitos a la izquierda y saltitos a la derecha, como paso particular de los danzantes del Corpus, para hacer sonar al mismo ritmo los muchos cascabeles que tenían colgados en los costados del pantalón.
Uno de los personajes más importantes de esta ceremonia eran los “Diablos Huma”; con su careta de dos caras, sus infaltables cachos y el “acial” asustaban a todo transeúnte despistado. Al lado de estos singulares personajes iban los “Yumbos”, cuya vestimenta era completamente blanca y con cabellera confeccionada de “cabuya”, que le daba la tonalidad blanquecina característica. Por lo general, también portaban unos “soles”, moneda antigua a base de plata.
Aún recuerda Doña Zoilacómo los priostes buscaban siempre a su abuelo, José Guayasamín, y a su madre, Carmen Petrona, para que les confeccionaran la ropa que usarían en la ceremonia. Cuando ellos fallecieron, esta labor fue heredada por el señor Antonio Vilatuña.
El desfile terminaba en la Plaza Mayor de Sangolquí, para dar inicio a la eucaristía. Al finalizar, la celebración se trasladaba a las calles durante los próximos ocho días. Denominada por ello “La Octava de Corpus”, que consistía en recorrer las principales vías de la parroquia, bailando al ritmo de pingullos y golpes de los bombos. En la “octava” aparecían nuevos personajes como las “vacas locas”, que se confundían entre el frenesí del baile.
Las mujeres de la parroquia, en cada barrio salían con comida y bebida para los danzantes, incluso las esposas de los carniceros solían esperar el desfile con unas ollas muy grandes para ofrecer todos los productos de la zona, principalmente el tostado y el mote con hornado.
El Octavo, último día del Corpus, era dedicado a celebrar al “Señor de Los Puentes”. Los priostes, cursaban invitaciones y asistían danzantes de Guajaló y el sur de Quito
¡Saltito a la Izquierda, Saltito a la Derecha!, con este paso, todos avanzaban hasta la Plaza “César Chiriboga” a un costado de la Iglesia Matriz, donde sucedía nuevamente la mezcla del culto religioso con la vieja costumbre ancestral indígena.
Con danzas y nuevos personajes, la gente se reunía en la plaza y se representaba una reminiscencia de la Conquista española, que constaba de un teatro donde participaba toda la comunidad. Sangolquileños eran ahora; Colonizadores Españoles, y eran indígenas corriendo por toda la plaza.
Llevando a todos a representar los acontecimientos como los recuerda el imaginario popular, gracias a la trasmisión de padres a hijos. Estas alegorías terminaban con la trágica representación del arresto de Atahualpa y su posterior ejecución. Con la cabeza abajo, en duelo eterno, todos se dirigían a la iglesia para el culto final y el evento principal de todas las festividades religiosas que se daban en Sangolquí, la corrida de toros populares en el Parque Juan de Salinas.
Esto se sigue practicando hoy con la misma demencia y manteniendo su principal finalidad, proclamar y aumentar la fe de los católicos en la presencia real de Jesucristo en el Santísimo Sacramento. Pero los toros populares han dejado de ser parte de esta festividad religiosa, para hacerse presente en otras de carácter cultural.
“Todo ha ido desapareciendo en el Cantón Rumiñahui, eso que le hacía muy popular, los disfrazados y los toros en esas fechas, debido a la reforma Agraria, se ha limitado a los ritos de la iglesia católica al celebrar el Corpus”, alcanza a decir Zoila Cevallos, quien se levanta de la banca del parque central y camina lentamente hacia su casa suspirando por el viejo Corpus Christi.
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